Ensayo/Literatura/Poesía

EL RUMBO DE LOS DÍAS

A continuación presentamos un texto del poeta y narrador cubano Fidel Antonio Orta, en él hace un atento recorrido por una de las obras poéticas más trascendentes de la poesía en lengua española del los últimos tiempos: la obra poética de Waldo Leyva. Recientemente Waldo Leyva fue merecedor de la cuarta edición del Premio Internacional de Poesía Víctor Valera Mora, con su libro Cuando el Cristal no reproduce el rostro, una antología poética publicada en España.

WALDO LEYVA O EL RUMBO DE LOS DÍAS

por Fidel Antonio Orta

Nadie sospecha el pavor que antecede mi primera palabra, incrementado esta vez porque Waldo Leyva es un poeta que se cita de memoria. Basta con leer un par de veces cualquiera de sus textos para después, oh mágica resonancia de su palabra, adueñarse de títulos, versos y estrofas completas. Ese proceso psicológico (una suerte de peripecia silenciosa) ocurre por obra y gracia de la propia poesía; que, en el caso concreto de Waldo Leyva, siempre se presenta como una filtrada expresión del sentimiento, pero también como emoción del ayer o ficción del recuerdo.

Tal vez por eso este poeta me resulta tan próximo. ¿Acaso su poesía tiene forma humana? He ahí el misterio de lo indefinible. Una realidad que se hace mucho más nítida cuando advertimos que la poesía de Waldo Leyva no comunica un contenido anímico, sino su contemplación. Dicho de otra manera: la poesía de Waldo Leyva no comunica lo que se siente, sino la contemplación de aquello que se siente; algo que, en la práctica, multiplica su efecto en los lectores y hace posible una maravillosa complicidad entre ambas partes.

Cautivo todavía de los dos párrafos anteriores, entonces lo cito de memoria:

                                 …Voy a soplarte un poco el esqueleto

                                 para verte entrar de nuevo a la ciudad

                                 dando gritos,

                                 llenando de poesía las paredes,

                                 los parques,

                                 las ventanas,

                                 como si el hambre fuera un poeta desesperado

                                 y la ciudad

                                 un pedazo de pan inalcanzable…

Los versos anteriores integran el cuerpo de un poema que está recogido en el libro  De la ciudad y sus héroes (1974), un cuaderno que, según mi parecer, marcó el tono poético definitivo de un hombre que nunca ha dejado de crecer artísticamente. Pero ojo: Waldo Leyva crece hacia adentro. Waldo Leyva se deja caer desde la piel. Waldo Leyva tiene un árbol en el alma.

Bueno, ¿y por qué?, podría preguntarse extrañado algún que otro sujeto de silueta difusa. Ante ese caso, he aquí la respuesta: porque desde su primer cuaderno, y sin ningún tipo de concesiones o miramientos, asumió la poesía como una actitud ante la vida, como una necesidad orgánica, como una alta forma de expresión donde no hay espacio para el artificio, los juegos de palabras, las frases belicosas, la anarquía de ideas o para esa peligrosa trampa idiomática que es la lentejuela verbal.


Waldo Leyva es dueño de la palabra exacta. Dígase que es dueño de una palabra que tiene fondo blanco, sólo dable en hombres que visten el traje de grandes poetas.         Aquellos poemas suyos que podemos definir como los más íntimos, dada la secuela del fondo blanco ya mencionado, adquieren de inmediato una dimensión universal. Por ejemplo, “Definitivamente jueves” es un poema que se lee y recuerda de memoria en cualquier lugar del planeta:

                                 Quiero que el veintiuno de agosto

                                del año dos mil diez, a las seis de la tarde, como es hoy,

                                pases desnuda atravesando el cuarto y preguntes por mí.

                                Si estoy, pregunta, y si no existo,

                                o me he extraviado en algún lugar de la casa,

                                de la ciudad, del mundo, pregunta igual, alguien responderá.

                                …

                                Las calles serán las mismas para entonces,

                                los flamboyanes de efe y trece seguirán floreciendo,

                                muchos amigos no estarán…

Este poema alcanza una independencia cósmica que despierta fascinación. Da igual si se lee o dice de memoria en La Habana, Toluca, Madrid, París o Moscú. El aroma sobrecogedor que se origina siempre es el mismo. Los flamboyanes de efe y trece pasan a integrar el paisaje espiritual de cualquier persona, una asombrosa verdad que encuentra su explicación en lo siguiente: la poesía de Waldo Leyva no es una reproducción fotográfica de la realidad.

Aquí el poeta es la imagen de un ser humano que, con su poema, no comunica un estado anímico real, sino imaginario, sin detenerse mucho en el significado conceptual que puede tener o no su poema para otras personas. Este hecho, íntimo y universal, me confirma con creces que en toda la poesía de Waldo Leyva existe un lazo de unidad entre lo racional y lo irracional, demostrando al mismo tiempo que la gran poesía, en su esencia, no es más que un contenido psíquico; y que por lo tanto, no es imperativa, es elección.

Ahora bien, una cosa es la poesía en sí y otra bien distinta el lenguaje que se utiliza para hacerla. Descifrar un poema no es lo mismo que entenderlo. Entenderlo es sentirlo. Y eso, precisamente eso, es lo que ocurre con la poesía de Waldo Leyva. La gente lo entiende, lo siente y al final lo hace suyo, como si el poema mismo fuera un amigo o familiar cercano.

Necesito aclarar que no estoy exagerando en lo más mínimo. Basta ya de paños tibios y tenues palabras; que luego, con el paso del tiempo, se vuelven sinónimos de silencio. He ahí otro de los halos que yo observo alrededor de Waldo Leyva, esencialmente en la Isla: no siempre se le reconoce, no siempre se le distingue, no siempre se le menciona, como si se tratara de una luz que algunos, con lóbrega y mala vibra, tratan de disminuir una y otra vez, siempre buscando que el vigor del fuego llegue a la tierra con menos fuerza.

Pero bueno, ese tipo de mediocridad o envidia solapada existe desde que el mundo es mundo; y tampoco es el objetivo principal de un trabajo que sí pretende abordar, desde lo teórico, algunas aristas que envuelven el quehacer cultural de un hombre que respira como poeta, que camina como poeta y que habla como poeta. Waldo Leyva es un surtidor de belleza, y de manera obligada (sería un error imperdonable no hacerlo), hay que contarlo entre los diez mejores poetas vivos que tiene Cuba. Digo más: Waldo Leyva, por el conjunto de su obra, ya merece el Premio Nacional de Literatura. ¿Cuántos inviernos habrá que esperar? No sé, de verdad que no sé. Mientras tanto, y con total sinceridad, yo levanto aquí el polvo de los caminos.

                                No sé si quiero hojear en mis recuerdos

                                o prefiero salvarme en el olvido,

                                a quién puede importar lo que he vivido              

                                lo que fui y ya no soy: mis desacuerdos.

                 

                                Los instantes más lúcidos o lerdos

                                jamás revelarán lo que yo he sido;

                                lo mejor de mí mismo se ha perdido

                                en sueños y utopías, nada cuerdos.

 

                                Mis amores de ayer y los de ahora,

                                días en que creí cambiar el mundo,

                                todo está ahí, no falta ni una hora,

 

                                ni un minuto siguiera ni un segundo.

                                ¿Alguien querrá saber lo que atesora

                                la memoria de un tiempo en que me hundo?

Estamos, pues, frente a un poeta que domina todos los secretos de la poesía. Lo mismo por dentro que por fuera. Waldo Leyva sí se hace eco de que cada emoción trae su forma. Por eso sublima el soneto, rejuvenece la décima o revienta en excelentes versos libres; además de dominar, con mano maestra, cualquier otro molde estrófico: copla, cuarteta, redondilla, quintilla, quintilla doble, sextina, octava, romance…Sin pasar por alto su dominio, también magistral, de la métrica: octosílabos, endecasílabos y alejandrinos pasan ante mis ojos como si poesía y forma fueran la misma cosa. Pues sí, en la obra de Waldo Leyva son la misma cosa, entremezclado todo con la elocuencia transparente del verbo y la plenitud estética que regala un texto limpio, libre por completo de simulaciones literarias, fríos ornamentos o recursos experimentales que no tengan sentido.

Leer, entender y sentir a Waldo Leyva, en pleno siglo XXI, lleva consigo un elevado compromiso de orden espiritual, ya que su obra le imprime un sostenido principio ético a la poesía que actualmente se escribe en lengua cubana (digámoslo así para unir de alguna forma a los poetas nuestros que viven en o fuera de la Isla); además de, a partir de una voz propia, que es al mismo tiempo la expresión de su pensamiento, aportarle a la poesía un sello de especial singularidad, rigor y esbeltez.

Si nos detenemos en su libro El rasguño en la piedra (1995), advertimos un complejo proceso de asociación de ideas que poco a poco nos va revelando otra virtud principalísima: el arte de flexibilizar la sintaxis y enriquecer el léxico. ¡Qué maravilla!, exclamo yo cuando vuelvo sobre estos poemas con la asonancia del tiempo. Entonces marco y anoto superposiciones temporales, espaciales, situacionales y de los significados. Entonces marco y anoto dinamismo expresivo, reiteración, ritmo, encabalgamiento, ruptura del sistema y técnica dilatoria, excelencias de su poesía que igual están presentes en libros anteriores y posteriores. La riqueza de un mundo poético que tiene en la síntesis su punto máximo de expresión.

                                Si ya no estoy cuando resulte todo,

                                cuando el tiempo en que vivo ya no exista,

                                cuando otros se pregunten si la vida

                                es el triunfo del hombre, o es tan solo

 

                                un perenne comienzo, un grito sordo,

                                el rasguño en la piedra, la porfía

                                inútil del abismo, pues la cima

                                puede llamarse altura porque hay fondo.

 

                                Cuando todo resulte, sólo quiero

                                que alguien recuerde que al fuego puse

                                mi corazón, el único que tuve,

 

                                que yo también fui –hombre de mi tiempo-,

                                que dudé, que confié, que tuve miedo

                                y defendí mi sueño cuanto pude.

Su maestría textual, donde también se observan influencias clásicas y más recientes, tiene un aderezo que no puedo pasar por alto: la visión, que en la obra de este poeta, sin perder claridad y economía, se identifica así: cualidad irreal, lazo entre lo irreal y lo real (ya mencionado) y existencia de una percepción brumosa.

Todas esas virtudes interiores conforman de conjunto una poesía serena, concentrada y profunda, donde el poeta se siente vivo y parte activa de la historia, pero que a su vez lo protege de la intemperie que a diario impone la propia vida, a veces demasiado filosa y a merced de dimensiones que trascienden el tiempo real (cronológico). ¿Qué hacer frente a este drama inevitable? Valga entonces lo que hace Waldo Leyva desde que amanece: refugiarse en su propio tiempo (psicológico), por un lado transitorio y por otro vital, que es igual a decir la palabra y el espejo como protagonistas de sus horas.

Este poeta se debate entre la soledad y la sorpresa. Por eso su principal asidero es y será siempre el enigma, la angustia testimonial que en un momento determinado lo hace decir que dudé, que confié, que tuve miedo; algo que a mí, cuando lo analizo desde otro ángulo, también me trasmite una esclarecedora sensación de arraigo y resistencia.

La línea anterior esconde un mensaje: la obra poética de Waldo Leyva hay que leerla sin precipitaciones. Aporta plenitud viajar con él entre los años 1974 y 2010. Porque metáforas, símiles, imágenes, símbolos y desplazamientos calificativos, poema tras poema, nos llevan hasta una esencia artística donde se identifican nexos entre el tropo poético, el pensamiento y el conocimiento; hasta una esencia artística donde centellean la necesidad del amor, la defensa de su propia identidad y el apego consciente a la nación cubana; pero que de la misma forma nos muestra la percepción de emociones que Waldo Leyva ha dejado sobre el papel durante tantos años de nupcial apego a la poesía, cuyo trazo dramatúrgico integral revela una constante búsqueda de oxígeno a través de la memoria y el tiempo, sin dejar de apreciar que para este poeta, maravillosamente paradójico, la memoria y el tiempo también forman parte del porvenir.

                                Sobre la página en blanco

                                desnudé de su madera

                                todos los lápices.

                                Trituré los grafitos

                                hasta convertir en polvo

                                las palabras.

                                Vacié sobre la arena

                                infinitos senderos.

                                Destiné a los abismos:

                                máquinas de escribir,

                                ordenadores,

                                todo equipo capaz

                                de almacenar al hombre.

                                Sin voz, sin rostro, sin memoria,

                                partí de nuevo en busca de mí mismo.

Transitados ya los signos del comienzo, pero en todo minuto con mucha piel de gente, hago una pausa ahora en El rumbo de los días, su más reciente libro de poemas. Sí, es cierto, a ese cuaderno le otorgaron en España el prestigioso X Premio Casa de América de Poesía Americana. ¿Una noticia inesperada? No, para nada, la poesía de Waldo Leyva es merecedora de ése y de cualquier premio literario que exista. Aunque estoy seguro que algún que otro sujeto de silueta difusa frunció el entrecejo, dio un manotazo sobre su escritorio y permaneció molesto durante varios minutos.

Así las cosas, Waldo Leyva (Remedios, Cuba, 1943) recibió el Premio Casa de América con suma modestia, digna de un poeta que disfruta como nadie ser la parte invisible de la foto; no obstante conocerse que, hasta el momento, ningún otro cubano ha recibido ese lauro. Bien por el jurado y bien porque le fue concedido a un cubano de Cuba. ¡De Cuba! Sobran las palabras, está muy claro lo que eso significa en estos tiempos.

Pero aquí lo esencial es el libro en cuestión. Trato de resumirlo con una sola frase y me asaltan de golpe un montón de palabras: reino, ventana, prodigio, humedad, misterio, hechizo, estatua…Ya lo dije, un montón de palabras laberínticas que al final hacen de Waldo Leyva un poeta que vive rodeado de fantasmas. ¿Estoy o no estoy en la cierto? Estoy en lo cierto. Entonces comprendo la insurrección de su palabra cuando, en la primera parte, se enfrenta a un muy personal juego de ausencias.

 

                                Desde su vieja silla bajo el sol

                                mi padre dialoga en silencio

                                con parientes y amigos

                                ajenos para mí.

                                …

                                A sus noventa años soy un desconocido

                                que le acaricia el hombro, que lo peina

                                e intenta hacerle recordar viejas historias

                                donde él fue protagonista…

                                …

                                Miro su rostro que será el mío de mañana

                                si el tiempo y la historia de estos años

                                resultan benévolos conmigo.

 

                                No recuerdo una caricia suya

                                pero puedo asegurar

                                que nadie fue más tierno

                                en los días perdidos de mi infancia.

Lo que más me llama la atención como logro poético, es que Waldo Leyva siempre logra convertirse en otro hombre. Ya no es él la persona que escribe estos versos. Soy yo, es usted y es aquel hombre del futuro que acaba de doblar la esquina. Los tres, en la más absoluta soledad, tratando de sostener una conversación con esa fiebre redonda que alguien llamó vida y que a diario se presenta en las cosas más simples.

Sólo así, navegando por la intimidad de la madera, el poeta logra descifrar que a veces vienen ruidos. ¿Ruidos?, ¿ruidos de dónde? Waldo Leyva nos dice que de la propia existencia humana…estallan frutas y volutas de fango y magma incandescente y hombres y pupilas de pájaros y fragmentos del aire. Pero después, quizá como un soplo de fuga o esperanza, queda colgando una gota en la rama.

En párrafos anteriores afirmé lo siguiente: la riqueza de un mundo poético que tiene en la síntesis su punto máximo de expresión. Si alguien desea comprobar in sito esa virtud literaria, también de valores gnoseológicos y lingüistas, puede detenerse en el raudal de pensamiento que desbordan los once haikai aquí reunidos. Más que señales rítmicas, golpes de efecto o presencia de sílabas predominantes, estos poemas breves son joyas de una expresión poética estremecedora.

                                          II

                                Esta es la patria

                                una ventana abierta

                                y otra cerrada.

 

                                         III  

                                Prefiero el sol

                                la llaga de la sombra

                                es incurable.

 

                                        V

                                Inquieto el mar.

                                Saltando sobre el muro

                                es el invierno.

Tratándose de un poeta que asume la poesía con el mismo rigor que asume su propia vida, no es nada extraño entonces encontrarnos con la sección correspondencia on line. Yo diría que en esta parte del libro hay textos verdaderamente antológicos, entre ellos los dedicados a Margarita, desde el Sur del mundo. Son poemas en prosa donde Waldo Leyva, registrando el horizonte, consigue evocar, con especial ternura, uno de sus cuatro puntos cardinales: la mujer amada.

¿Cómo lo hace? Pues asumiendo lo caótico (oscura y resbaladiza lejanía) desde una perspectiva visionaria que deja en un segundo plano los amurallamientos gramaticales y logra penetrar la verdad con total desnudez de alma, fusionando los diferentes matices de su voz con un estilo extraordinariamente propio, despejado de ataduras idiomáticas que le resten autenticidad a los sonidos interiores, donde el poeta encuentra su única y verdadera salvación.

Este libro, por fuera, como toda la obra poética de Waldo Leyva, es agua fértil, diríase que casi naturaleza; mientras que por dentro, también como toda la obra poética de Waldo Leyva, es planetario, diríase que una exuberante y serena evocación de su mundo interior. Sólo así se logra en el buen lector una impresión psíquica perdurable.

                                                                     I

                            Sobre la mesa, un grupo de pequeñas piedras; hay una

                            transparente como si fuera de cristal; no existen dos iguales,

                            el agua les ha dado las formas que ahora tienen; para cada

                            piedra fue necesario más de una primavera; de cada piedra

                            puede salir un río. Para ti están sobre mi mesa. Las hay como

                            semillas, como pequeños huevos, como pétalos duros y

                            porosos. Son montes diminutos; en ellas habita el trueno y la

                            lluvia y el viento desesperado de los arenales y los bosques…

Bebo un sorbo de café, enciendo un tabaco y me detengo con calma en la parte final del cuaderno. Son tres poemas, únicamente tres poemas. Pero los tres pueden incluirse en una antología que agrupe la mejor poesía iberoamericana de la actualidad. Vuelvo sobre los títulos: Brújula sin norte, El falso rostro de la muerte y A modo de elegía.

Aquí el poeta, ya convertido en una parte consciente del crepúsculo, se desgarra el corazón porque siente la cercanía del último minuto. El tiempo (cernida nieve) cae sobre sus días; y él, nadie mejor que él, conoce que en vísperas del fin viene la quietud. ¡Qué gran poeta tengo entre las manos! Cada letra es una lágrima de vida plena. Cada palabra es un horizonte de piel que se dispara. Después de tanto ajetreo existencial lo veo desnudarse pletórico de luna y sinceridad: …A medida que los años pasan el silencio sin ruido, ayer imperceptible, empieza a acompañarnos, a dejar sus huellas sobre las sábanas, a sustituir con nuestro rostro la cara del amigo.

Con el verbo siempre vigilante y trazos a veces intertextuales, pero jamás inasible o parapetado detrás de gruesas rocas, Waldo Leyva cabalga encima de versos que trascienden las fronteras de lo anecdótico y perforan las urdimbres que a diario padecemos los seres humanos en busca de una luz que al final nos abra nuevamente los caminos. ¿Cuál es su estrategia? No tengo la menor duda que“el oscuro esplendor”, ese estado de éxtasis infinito que primero lo hace tocar el porvenir y después lo regresa a su lugar de siempre. Entonces tiembla y escribe, estremeciéndose todavía con las mismas cosas que provocaron sus asombros de niño.

Sin embargo, en cada línea de este libro, y no sólo en los últimos tres poemas, se escucha repicar la campana del tiempo; una sombra que para el poeta, dejándose llevar por la maravilla de lo invisible, no es otra cosa que un silencio sin ruido, pero un silencio sin ruido que se transforma en goce cuando le nacen alas de memoria.

                                De lo que sí tengo absoluta certeza, Nicolás,

                                es que acabaré soñando como entonces

                                que vuelo sobre el bosque y caigo en un potrero

                               de altas hierbas…

Nadie sospecha el pavor que antecede mi última palabra, incrementado esta vez porque me he detenido en un poeta de excepción. Lo anterior no es una mera consigna o título con bordes forzados. ¡Ahí está su obra! Ah, pero eso sí, recuérdese siempre que Waldo Leyva crece hacia adentro, que se deja caer desde la piel, que tiene un árbol en el alma.

La Habana, Cuba, 6 de enero de 2010.

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Fidel Antonio Orta (La Habana, Cuba, 1963). Narrador, poeta y ensayista. Cursó estudios superiores de Periodismo, Derecho y Relaciones Políticas Internacionales. He ejercido los más variados oficios: actor, trovador, periodista, diplomático, promotor cultural y profesor universitario. Autor, entre otros, de los libros El rey de la selva (fábula), Posición horizontal (cuento), Luz de agua sencilla (poesía), Porfiadas palabras (novela) y Más acá del mundo (ensayo). Algunos de sus textos, además de recibir elogios de la crítica literaria más exigente, están recogidos en diversas antologías cubanas y extranjeras.

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